El grafitero más famoso del mundo sigue siendo anónimo

Hace dos semanas, en una subasta londinense, alguien pagó más de 300.000 euros por el mural de un grafitero en el que unos monos con un cartel al cuello se ríen de los tontos seres humanos; días antes, alguien había pujado en Internet con 270.000 euros por un dibujo estampado por las buenas en una pared de Londres. El precio no incluía ni la extracción de la pintura del muro ni la reposición de la pared del (afortunado) dueño de la casa en cuestión.

El autor de las dos obras era el mismo: Banksy, el grafitero enigmático, el más famoso del mundo, el más cotizado, criticado, admirado, perseguido y comentado. También el más misterioso, escurridizo y silencioso. Ha llenado de sus pinturas el muro de Gaza; ha entrado subrepticiamente -disfrazado con barbas postizas, sombrero y gabardina de exhibicionista de chiste- en los más grandes museos del mundo para colgar obras suyas llenas de un humor cachondo al lado de cuadros venerables; ha pintado sobre cerdos y elefantes de verdad; ha hecho exposiciones multitudinarias en Los Ángeles; ha vendido cuadros a Brad Pitt y Angelina Jolie…

Pero nadie fuera de su círculo de amigos sabe con certeza su nombre verdadero, ni la forma de su cara, ni su estatura, ni su biografía, ni la cuantía de su fortuna (si es que tiene) ni su lugar de residencia o su número de teléfono o de fax. En Bristol, la ciudad en la que nació (aunque no se sabe en qué barrio), la mayoría de los jóvenes le adoran; la policía, en cambio, le considera un gamberro. Él se ha autodefinido como “vándalo profesional”. Los turistas hacen tantas fotografías de sus dibujos callejeros como de los barcos del puerto; su libro se encuentra entre las camisetas y las catedrales de miniatura en las tiendas de recuerdos; a los empleados de la limpieza de los vagones de los trenes de esta ciudad les entregaron el año pasado una guía de arte grafitero para que aprendieran a identificar sus pintadas y conservarlas.


¿Quién es Banksy?
La camarera del pub nocturno de la calle Frogmore saca la basura a las dos de la tarde y la deja en un cubo enorme que hay en un callejón delimitado por un puente y la pared lateral del edificio, de cinco pisos. A la altura del tercero, más o menos, hay un gran dibujo: un hombre en chaqueta se asoma por la ventana y mira a lo lejos buscando a alguien mientras una mujer (su mujer, probablemente), en ropa interior, le sujeta por el hombro tratando de calmarle; agarrado al marco de la ventana con una mano, a lo largo de la pared, se encuentra el amante, un tipo calvo y desnudo. Unos metros más abajo, al lado del cubo de la basura que ahora cierra la chica del pub, se descubre la firma del autor: Banksy.

Para pintar esto necesitó un andamio de obra. Lo confirma la chica, que prefiere no dar su nombre. Con una sonrisa, también asegura que el andamio estuvo dos días colocado pero que ni ella ni sus colegas del pub se enteraron de para qué servía. Que no preguntaron… Que Banksy lo pintó de madrugada… que se lo encontraron por la mañana… que…

-¿Y usted lo vio? ¿Usted lo conoce? ¿Usted conoce a Banksy?

La chica vuelve a sonreír, con ironía. Y dice, con una voz cantarina, como si no quisiera que se la creyera del todo:

-Nadie conoce a Banksy. Ni en Bristol ni en ningún lugar.

El dibujo, pintado hace dos años, desató la polémica en esta ciudad. La elección del emplazamiento no era casual: el edificio, además del bar en la planta baja, alberga una clínica de enfermedades sexuales y unas dependencias municipales. Además da de frente a la sede principal del Ayuntamiento. Era una suerte de desafío. Algo así como “Atrévete a borrarlo”. La prensa local, más o menos devota del grafitero, dio la noticia de la aparición de la pintura. Algunos querían que se borrara; otros, no. El Ayuntamiento decidió convocar una consulta popular. Más de 500 personas participaron. El 95% votó por Banksy. Se quedó. Por aclamación popular. En el sitio elegido por el artista anónimo. No sin que un concejal del partido conservador, Spud Murphy, se echara las manos a la cabeza: “Esto es delirante. Este Ayuntamiento se ha vuelto loco”.

-Nadie conoce a Banksy -repite la camarera-. Nadie sabe quién es y por qué pintó esto aquí.

Lo que sí se sabe: Banksy es rubio, alto, viste la ropa típica del grafitero amante del hip-hop; tiene unos 35 años; desde muy joven formó parte de la vivísima cultura de la pintura callejera de Bristol, tal vez junto a Birmingham, la más talentosa de todo el Reino Unido. Comenzó empleando la técnica del spray aplicado directamente a la pared. Pero una noche decidió cambiar. Él lo explica en un libro suyo, Wall and piece (Muro y pieza): “Estábamos poniendo ‘SIEMPRE LLEGA TARDE’ en el vagón de pasajeros de un tren. De repente llegó la policía y salimos corriendo. Pero yo me arañé con las espinas de un arbusto y no me dio tiempo a llegar a nuestro coche. Mis amigos se fueron. Yo me escondí debajo de un camión de basura. El motor estaba a la altura de mi cara: un hilillo de aceite se filtraba y me caía en la cabeza. Estuve así durante una hora, mientras oía a los polis andando por los raíles, buscándonos. Decidí cambiar de táctica o dejarlo: tenía que tardar menos tiempo en pintar. Entonces vi que el tanque del motor del camión tenía letras pintadas con una plantilla. Yo podía hacer lo mismo con letras mucho más grandes”.

Desde esa noche, Banksy hace plantillas con cartones que coloca en la pared y que luego rocía con el spray de pintura de coches. Es simple, directo, rápido e impactante.

Primeramente se dedicó a llenar las calles y parques de Bristol con ratas de espíritu crítico y burlón que hacían de todo: rodar a los transeúntes con cámaras, oír música, bailar, volar, romper con tenazas imaginarias candados de puertas de verdad… Se integraban en el paisaje urbano (en los buzones, en las alcantarillas, en las trampillas, en los pomos de las puertas) para reírse de él, para criticar los carteles que prohibían esto o lo otro…

Había nacido Banksy.

La policía los borraba en cuanto los encontraba. Como hacía con los otros grafiteros de la ciudad, por otra parte.

En 2000 organiza su primera exposición, en un restaurante-barco llamado Severnshed. Después se mudó a Londres, ciudad que también llenó de dibujos, y viajó a Los Ángeles, San Francisco o Barcelona. Su fama y su cotización creció. Los admiradores locales que compraron en Severnshed obras suyas por 100 libras las revenden ahora por 30.000.

El restaurante todavía existe. Aún organiza exposiciones. Pero ninguno de los camareros de entonces sigue. Porque ésa es otra: la pista de Banksy se desvanece a cada paso. Cerca, hay otro barco-pub, el Thekla, que mantiene en la línea de flotación una pintura que el grafitero hizo hace años una noche montado en una barquita. Sin mebargo, nadie en el barco-pub sabe (o dice saber) nada sobre él.

Hay una mujer que sí lo conoció. Se llama Susie, ronda los 50 años, le gusta mucho la pintura, pero habla con pereza, prefiere no dar su apellido y trabaja en la tienda del centro de arte contemporáneo Arnolfini. “Hace muchos años, cuando él era casi adolescente, pasó una noche en casa y nos intercambiamos retratos. Él me hizo uno a mí y yo otro a él. Era un tipo majo, normal, simpático. Tampoco es que yo le considere el mejor grafitero. Creo que Bristol ha dado mejores. Pero sabe darse publicidad”.

¿Y venderá alguna vez el dibujo?

-No creo. ¿Sabe? No hay que mezclar el arte y el dinero. No van bien juntos.

Susie, con su falta de ganas para responder, da en el clavo. Con Banksy, tal vez a pesar de él o tal vez no, es muy difícil separar el dinero y la pintura: van juntos hasta límites estúpidos. En un reportaje publicado por la revista New Yorker en mayo de 2007 se afirma que un día, en Los Ángeles, Banksy tiró unos restos de pizza al cubo de la basura de la calle y que alguien los recogió y los subastó en eBay. La parte de pizza, con anchoa incluida, que el grafitero antisistema desechó la vendió el muy prosistema subastador por 102 dólares.

“No es su culpa”, explica el periodista Christopher Warren, que conoció a Banksy hace unos años. “Es una paradoja: los que él critica en sus pinturas le recompensan adorándole. ¿Y él qué puede hacer?”.

El experto en arte y redactor de la revista Venue Steve Wright, es probablemente la persona de Bristol que más sabe de Banksy fuera de su círculo cerrado de amigos. Ha publicado recientemente el libro Home, sweet home, dedicado al grafitero. Se entrevistó con muchas personas y le siguió los pasos de cerca. Pero no logró dar con él.

“Para mí sigue siendo un genuino elemento antisistema”, manifiesta Wright. “No sé si es millonario. Creo que no: los que ganan miles de libras son los que compran y venden y revenden sus obras: los inversores. Lo que sí sé es que él podría ser rico si quisiera. Y en Internet (picturesonwalls.com) ofrece grabados a 500 libras. Sigue creyendo en el arte accesible. ¿Hay algo más democrático que pintar en la calle para que lo vea todo el mundo?”.

Y añade: “Usa el anonimato para seguir haciendo lo que hace sin que le pille la policía. Aunque también le da un punto de misterio que le reporta fama. A él le gusta ser anónimo, y le cuesta, tratándose de quién es. Debe de llevar una vida un tanto extraña”.

Todo en Banksy invita un poco a la esquizofrenia. Él ha escrito: “A los que gobiernan las ciudades no le gustan los grafitis porque piensan que nada debe existir a menos que dé un beneficio”. Pero es precisamente lo contrario: el Ayuntamiento de Londres, que asegura que su trabajo no consiste en diferenciar el arte del gamberrismo, manifestó recientemente que está dispuesto a borrar la treintena de grafitis de Banksy en esta ciudad aunque valgan miles de libras (a pesar del autor).

Por su parte, el Ayuntamiento de Bristol reconoce que hay grafitis que pueden considerarse arte y otros no y que Banksy se ha ganado una reputación internacional. Como en el caso de los ferrocarriles, si el dibujo callejero es de Banksy se queda, pero si no… se borra.

En octubre apareció su última obra en Bristol. Un policía con pinta de hombre de Harrelson, de rodillas, apunta su fusil mientras un niño, a su espalda, va a explotar una bolsa de papel para asustarle. Banksy lo pintó en la pared de una casa perteneciente a una institución de caridad: The Wallace and Gromit children’s fundation. “Lo hizo de noche, subido al tejado. Una mañana, cuando entramos a trabajar, estaba allí”, dice Laura, una empleada, con la misma sonrisa admirada que la chica del pub de Frogmore. “Nuestro director se había puesto en contacto con él por e-mail pidiéndole un cuadro, y mira”.

Algunos compañeros le consideran un vendido. Otros opinan que sigue siendo el mismo que ensuciaba trenes con “SIEMPRE TARDE”. Aunque todos son conscientes de que ha creado un personaje a la altura del antifaz, un Robin Hood al revés, que pinta para los pobres, pero al que compran los ricos.

Vía: NiceFuckingGraphics - Tras las huellas de Banksy